En la encrucijada entre la conservación del pasado y el empuje hacia el futuro, los pueblos escriben su destino. Y en esta travesía por preservar la memoria y rescatarla del olvido, Nalda, un pequeño enclave en La Rioja, ha emprendido una gesta épica: el resurgimiento de su Castillo.

NALDA Y EL CASTILLO

Situado a pocos pasos de Logroño, Nalda, en el Valle de Iregua, vive enriquecido por la sombra de Sierra Cebollera. En este escenario, un castillo, un enclave que antaño desafió los cielos, quedó reducido a escombros y susurros en la brisa del recuerdo.

La historia, celosa guardiana de sus misterios, apenas susurra sobre los orígenes del Castillo de Nalda. No obstante, en el año de gracia de 1299, las crónicas relatan cómo Juan Núñez II de Lara, entre sus murallas, enfrentó el desdén de un destino adverso tras el fracaso en las tierras del obispado de Calahorra. Pero la sombra de sus muros se extiende más allá de las páginas polvorientas de los anales, como guardián del Señorío de Cameros y luego como silente testigo de la abrupta oscuridad del siglo XIX, cuando el eco de abolición de los señoríos resonó en sus piedras y lo condenó al abandono.

El Castillo de Nalda se aferró a la esperanza, dando vida a los sueños de un pueblo empeñado en rescatar su legado. Lo que empezó como un modesto proyecto para hacer un mirador en las alturas del cerro, pronto se convirtió en una gesta arqueológica única. Las palas y los cinceles desenterraron tesoros olvidados, revelando al mundo los vestigios de una grandeza perdida.

HALLAZGOS ANTIGUOS Y NATURALEZA

Pequeños hallazgos, como vasijas y utensilios, se alzaron como testigos mudos de la vida cotidiana tras las almenas. Pero también descubrimientos de mayor calado, como aljibes y fragmentos de muros, arrojaron luz sobre la anatomía de la fortaleza. Aunque irreconstruible en su plenitud, Nalda no renunció a sus sueños, transformando las ruinas en un santuario de memoria.

Más allá de las murallas, Nalda despliega sus encantos, como las misteriosas cuevas de Los Palomares, hogar ancestral de aves y hombres. Sus iglesias y ermitas, testigos de fe y devoción, impregnan el aire con el aroma de la piedad y la belleza. Y cuando el deseo de aventura llama, los senderos serpentean a través de valles y montañas.

El Castillo de Nalda emerge como un faro de esperanza, recordándonos que, aunque el polvo del olvido pueda cubrir nuestras huellas, siempre hay un pueblo dispuesto a desenterrar la historia y a devolverle su lugar en el firmamento de la memoria colectiva. En Nalda, la historia nunca duerme, porque su pueblo se niega a dejarla descansar en paz.