En la magia de los belenes navideños se esconde un misterio que trasciende las figuras y escenarios decorativos. Contrario a los lujos palaciegos, la primera representación figurativa del Nacimiento se remonta al año 1223, gracias a la visión de humildad de Francisco de Asís, el «pobrecillo de Asís».

La paradoja de Jesús naciendo en un establo, desafiando las convenciones de la época, fue explicada por el papa Benedicto XVI en su libro «La infancia de Jesús». Jesús eligió la simplicidad para traer una verdad nueva que igualaría a ricos y pobres. Esta verdad teológica es la misma que inspiró a Francisco de Asís a crear el primer belén.

En un contexto histórico donde la Iglesia se corrompía por el afán de lucro, los franciscanos, liderados por Francisco, surgieron con un compromiso radical con el voto de pobreza. En 1223, Francisco pidió a un noble llamado Giovanni que permitiera a la gente de Greccio presenciar cómo nació Jesús, destacando las incomodidades y la humildad del evento.

La escena se desarrolló en una cueva en los montes Sabinos, en lo que hoy es el santuario de Greccio. San Francisco, no siendo sacerdote, ofreció un sermón sobre la Natividad ante los lugareños, convirtiendo el pesebre en un instrumento de predicación sobre la pobreza para los franciscanos.

Con el tiempo, el belén se expandió a hogares y regiones como América, donde el misionero franciscano Pedro de San José de Betancur lo popularizó. Originalmente relegado a las iglesias, el belén llegó a los hogares alrededor del siglo XV, marcando un cambio cultural que se afianzaría con talleres de figuritas, como el de Alcorcón en 1471.

Así, la tradición del belén, nacida de la visión humilde de Francisco de Asís, ha perdurado por ocho siglos, recordándonos la esencia de la Natividad y la importancia de la humildad en tiempos de fastuosidad.