El pasado lunes 20 de abril, se celebraba el trigésimo aniversario de la mítica misiva de Celtas Cortos, que bien podría haber sido escrita estos días por cualquiera que, estando solo, se hubiera puesto a recordar, le hubiera entrado la melancolía y hubiera sentido la necesidad de hablar. La diferencia es que las risas que nos hacíamos antes todos juntos ahora nos las hacemos separados y a través de una pantalla.

La tecnología, tan denostada por todos cuando sentimos que la vida virtual nos abduce, arrebatándonos cuanto sucede en el mundo real, nos está haciendo más llevadero el confinamiento.


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Gracias a ella, ahora estamos en contacto con nuestros allegados, casi más que cuando teníamos libertad para entrar y salir. Gracias a ella y al poder de las videollamadas, soportamos la ausencia de contacto físico con nuestros congéneres al que tan acostumbrados estamos en esta cultura nuestra, tan de tocarse.

Gracias a ella, nos damos atracones de series y películas, asistimos a conciertos, obras de teatro, charlas, cursos, y un largo etcétera sin siquiera salir de casa -incluso sin movernos del sofá-.

Gracias a ella, saldremos de esta, listos para los próximos Juegos Olímpicos porque, si algo se ha empeñado en demostrar el confinamiento, es que todos llevamos un atleta dentro -aunque algunos lo tuvieran antes bien escondido-.

Pero, como decía Aristóteles, la virtud está en el justo medio, y, qué quieren que les diga, a menudo, tengo la sensación de no dar abasto con tanta actividad digital.

Vivimos en un mundo en el que, desde que nos levantamos, estamos sometidos a tantos estímulos, que hemos olvidado que tenemos la posibilidad, o incluso el derecho, de aburrirnos. ¡Con lo beneficioso que puede ser en determinados momentos el aburrimiento! De hecho, hay estudios que sostienen que aburrirse fomenta la creatividad. Ahí lo dejo.

«Vivimos en un mundo en el que hemos olvidado que tenemos la posibilidad, o incluso el derecho, de aburrirnos»

En una ocasión leí que tener tiempo libre es la angustia del siglo XXI. El no hacer nada, aunque sea solo durante unos minutos, nos aterra. Como si por estar quietos un rato se nos fuera a olvidar andar, trabajar, comer… La frase que Víctor Hugo escribió en Los Miserables en 1862 («Hay algo más terrible que un infierno de sufrimiento, un infierno de ocio«) sigue plenamente vigente siglo y medio después.

Entiendo que, en la situación en que nos encontramos, una cierta hiperactividad pueda ser un mecanismo para combatir la soledad, para no pensar. Y ello tendría su justificación si no fuera porque, en las sociedades occidentales, vivir agobiado, estresado, haciendo malabares para conciliar la vida profesional con la personal y durmiendo una media de cinco o seis horas al día, parece motivo de orgullo.


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Cuanto menos tiempo tenemos para disfrutar de las pequeñas cosas, más sacamos pecho por ello. Somos incapaces de disfrutar del presente porque mientras el ahora sucede, nuestro cerebro, funcionando a pleno rendimiento, está pensando en el mañana.

Y, cuando logramos levantar el pie del acelerador y bajar revoluciones, nos sorprende descubrir lo maravilloso que puede llegar a ser aquello que, de puro cotidiano, habitualmente se nos antoja irrelevante. Así me sentí yo en un reciente viaje al desierto de Wadi Rum (Jordania), absolutamente extasiada contemplando algo que sucede cada día: el amanecer. En definitiva, no sabemos valorar lo esencial y esperamos a que la vida nos golpee para reaccionar.

Ahora que estamos encerrados, anhelamos pasear, pero ¿cuántas veces antes del confinamiento, salíamos a dar un paseo por el mero placer de caminar sin rumbo? En la sociedad de las prisas, me atrevería a decir que pocas. Añoramos a nuestros familiares y amigos, pero ¿cuántas veces posponíamos cafés y charlas con ellos, alegando estar demasiado ocupados? En la sociedad de las prisas, me atrevería a decir que muchas, demasiadas.

«¿Cuántas veces antes del confinamiento, salíamos a dar un paseo por el mero placer de caminar sin rumbo?»

Hasta hace poco más de un mes, necesitábamos sentir que teníamos el control porque no soportábamos la incertidumbre y ahora lo único cierto es que todo es incierto. El virus ha venido para rompernos los esquemas, recolocar nuestras prioridades y demostrarnos que no somos invencibles. No desaprovechemos, pues, esta oportunidad para modificar nuestros hábitos más dañinos y tomarnos la vida con un poco más de calma.

¿La reclusión nos hará tanta mella que, cuando salgamos de esta, diremos que no queda casi nadie de los antes y los que hay han cambiado? Ya lo predijo Darwin: la especie que sobreviva será la que mejor se adapte al cambio.