En un entorno donde la política se ha convertido en una suerte de arena de lucha libre, donde el espectáculo y el estruendo parecen opacar la sustancia, la familia real española ha logrado marcar un contrapunto de dignidad y serenidad.

Como republicano convencido por la naturaleza de la monarquía, debido a que creo en el principio la igualdad de oportunidades para acceder a cualquier puesto en la función pública o por el sentido hereditario de una institución en el año 2023, me es imposible ignorar el contraste abismal entre las formas de la Casa Real y el actual circo siniestro de nuestros políticos.

La política española, una vez un teatro de ideas y debate de alto nivel, parece haber descendido a los niveles de un programa de telerrealidad. La pérdida de respeto no es sólo entre partidos, sino que se ha extendido a los ciudadanos, a los símbolos nacionales y a las cámaras legislativas. Lo repito mucho: no es tanto el fondo como las formas.

O es aún más importante la dignidad de la institucionalidad que la suerte de un político cualquiera. Por ello, es entonces cuando la figura de una princesa de 18 años, hablando con madurez y respeto, pone en evidencia la brecha entre lo que es y lo que debería ser.

No es necesario idealizar la Monarquía, ni mucho menos, para reconocer que sus protocolos y su decoro ofrecen una imagen de formalidad que proyecta estabilidad y continuidad. La alternativa no puede ser una república donde la anarquía del griterío y las disputas partidistas sean la norma.

Ayer, con la jura de la Constitución por parte de la princesa Leonor, vimos más que un ritual: una apuesta por una Monarquía parlamentaria que, querámoslo o no, ha servido como clave de bóveda en nuestro sistema constitucional. La princesa expresó un compromiso con «los intereses generales de nuestra Nación», un mensaje que, al menos en forma, se echa en falta en la política actual.

La ovación que recibió Leonor en las Cortes Generales no es solo un apoyo a su persona, sino un símbolo del aprecio que muchos sienten por la institución que representa. En contraste, la lealtad partidista y la politización de la Corona que vemos por parte de algunos sectores políticos socava la esencia de nuestras instituciones.

Es descorazonador observar cómo, en un lado del espectro político, se hacen alianzas con quienes no reconocen la Constitución que todos juraron proteger. Esto no es solo una cuestión de monarquía versus república, sino de respeto por las bases sobre las que se asienta nuestra democracia.

El mensaje de Leonor, de confianza en España y en su papel como futura monarca, resuena en un país que se enfrenta a desafíos importantes. Y mientras la política sigue su curso, lleno de incongruencias y conflictos, la Corona se ofrece como un punto fijo, una referencia de continuidad. Un faro de luz ante tanta oscuridad y barbarie.

El papel de Leonor, más allá de las convicciones monárquicas o republicanas, es recordatorio de un compromiso con la legalidad y la democracia. Quizá es hora de que nuestros políticos tomen nota y eleven su comportamiento al nivel que merecen los ciudadanos de España.