El antiguo Imperio Romano, un influyente poder político en la historia mediterránea, dejó una marcada influencia en nuestros nombres y apellidos actuales. La evolución de los apellidos españoles se remonta a la Edad Media, cuando comenzaron a utilizarse en Castilla, inicialmente por la nobleza y luego por la población en general. En ese entonces, los apellidos no se heredaban de la misma manera que en la actualidad.

Por ejemplo, los apellidos terminados en «-ez» eran patronímicos, lo que significaba «hijo de». Si tu padre se llamaba Fernando, tu apellido sería Fernández. Sin embargo, si tú te llamabas Gonzalo Fernández, tu hijo sería González. Este sistema hereditario no se desarrolló completamente hasta el siglo XVIII, lo que resulta en una variedad de cambios y adaptaciones en los apellidos a lo largo de la historia.

A pesar de ello, algunos apellidos españoles pueden rastrearse hasta un posible origen romano, especialmente aquellos que muestran una conexión con el latino o el italiano, como Acosta, Costa, Expósito o Villa. Sin embargo, debido a las complejas transformaciones a lo largo del tiempo, no se puede afirmar con certeza que todos estos apellidos tengan un origen romano.

La tradición onomástica latina también influyó en la formación de apellidos castellanos en la península ibérica, dando lugar a diferencias regionales en los apellidos. Por ejemplo, en Navarra y el Alto Aragón, encontramos ejemplos como Aragüés, Navascués o Sangüesa, que se originaron a partir de nombres latinos a través de procesos similares.

La evolución de los apellidos españoles es un proceso complejo y diverso, y aunque algunos tienen posibles raíces romanas, la certeza sobre su origen en muchos casos es incierta y se basa en teorías propuestas por historiadores.