Pensar en Castellón es pensar en playas y destinos preferentes para el turismo aragonés como Peñíscola, Alcocéber o Benicàssim. Pero además, pensar en la provincia de Castellón es sinónimo de azulejos y revestimientos cerámicos; es sinónimo de empresas como Porcelanosa, Cevica, Peronda, Pamesa, Keraben… Empresas que exportan a todo el mundo consolidando a nuestro país como una gran potencia en el sector de la cerámica, dando empleo a más del 20% de los empleados de la provincia de Castellón.

Lo que no todos saben es que el origen de ese entramado empresarial establecido en el triángulo azulejero formado por Vila-real, Onda y l’Alcora, tiene origen aragonés gracias al Conde de Aranda ¿Y cómo es posible? Gracias a una conjunción de causalidades que confluyeron hasta conseguir que la potente industria cerámica de Castellón tuviera la cuna en este rincón gracias a una decisión política, y a la cercanía de los materiales que servían para elaborar la cerámica, extraída de los montes y sierras que se extienden desde Castellón hasta la provincia de Teruel. La cercanía al mar, necesaria para exportar la cerámica, también influyó en la elección de esta zona.

Se dice que Felipe V, el monarca que nos quitó los fueros a los territorios de la antigua Corona de Aragón tras perder la Guerra de Sucesión deseaba tener en la mesa de sus palacios porcelana como la de Sevres. Y para no tener que importar estas piezas, con el elevado coste que suponía, se apostó por fabricar piezas de loza fina propias. La solución la encontró el IX Conde de Aranda, Buenaventura Pedro de Alcántara Ximénez de Urrea, que entre otros muchos títulos, también era señor de Alcatalén. Y allí fue donde el Conde de Aranda decidió apostar por la fabricación de cerámica.

Fachada de la Real Fábrica del Conde de Aranda

Como en tantos lugares de la geografía española, en L’Alcora había una una veintena de talleres cerámicos. Y aprovechando esa tradición alfarera, el noble aragonés (padre del X conde de Aranda, Pedro Abarca de Bolea) decidió instalar la Real Fábrica de Loza y Cerámica en 1727. Cuentan las crónicas que para favorecer la fabricación de la cerámica, se trajeron maestros franceses, tanto Felipe V como sus sucesores suprimieron impuestos a las manufacturas nacionales para poder ser exportadas, mientras que los trabajadores de la cerámica quedaron exentos de servir en el ejercito, llegaron a tener limites de horas trabajadas cada día, e incluso tuvieron derecho a pensión, o de subsidio por accidente; un auténtico privilegio en esos momentos de la historia. Muchos de estas mejoras laborales las impuso el X Conde de Aranda, hijo del fundador.

También había una academia para enseñar el oficio a los aprendices y así tener a los mejores artesanos. Todo era poco para favorecer la creación de una porcelana que llegó a competir con las piezas que salían de los hornos franceses o alemanes.

Las piezas salidas de los hornos de l’Alcora se utilizaban en la Corte española, además de en palacios y casas nobles de todo el país, siendo exportadas a varios países europeos, y por supuesto, también a las colonias americanas.

Los restos de la vieja fábrica se pueden visitar / Museo de la Cerámica de Alcora

Pese a los intentos de los condes de evitar que talleres de zonas colindantes reprodujeran sus piezas, lo cierto es que en municipios como Onda surgieron a finales del siglo XVIII talleres que fabricaban sus propias piezas. Y así comenzó a expandirse una industria que es la base del potencial cerámico y azulejero de esta zona en la actualidad.

Tras la gestión de los IX y X Condes de Aranda, la Real Fábrica aún tuvo una tercera época, a cuyo frente estuvo el XI Conde, Pedro Pablo de Alcántara de Silva, y una cuarta, con el XII Conde de Aranda, Agustín Telmo. En esta última etapa, la inestabilidad política de la época y la Guerra de la Independencia influyeron en la marcha de un negocio cuyas ventas cayeron en picado desde 1818.

El dominio aragonés de la Real Fábrica concluye con el XIII duque de Híjar, José Rafael Fadrique XIV conde de Aranda, cuando tras intentar salvar el negocio, arrendó la fábrica a los hermanos Ramón y Matías Girona, antes de vendérsela de forma definitiva en 1858. Y aunque la fábrica como tal ya no existe en la actualidad (sí que puede visitarse), la semilla del entramado empresarial que en estos momentos ha convertido Castellón en una potencia cerámica que vende sus productos a todo el mundo quedó plantada.