Zaragoza es, en bastantes ocasiones, una ciudad con complejos. Con su potencial urbano y patrimonial, su historia trufada de éxitos y de luchas heroicas y el buen talante de los zaragozanos, uno a veces se plantea por qué Zaragoza no es más de lo que es a día de hoy.

Quizá el urbanismo destructor de principios de siglo XX derruyó esa ciudad floreciente que se fijaba en París, con grandes paseos, chalecitos urbanos y jardines inspiradores. La barbarie de los Sitios de Zaragoza demolió y diezmo gran parte de la conocida como Florencia española, con cientos de palacios renacentistas que eran la envidia de todo el que visitaba la Zaragoza del siglo XIX.

O los lugares que habitó el genio más ilustre de Zaragoza, un Francisco de Goya que bien convendría que su antiguo barrio, la zona de Heroismo, le recordara más. Porque nadie diría que Goya vivió en Zaragoza cuando uno pasea por la ciudad.

Porque Zaragoza es así, testaruda y cascarrabias. Lastimada por unos o por otros, pero sobre todo por los propios. Este carácter aragonés tan propio de culparnos a nosotros de los males que nos provocan los ajenos. O esa cualidad tan baturra de que siempre lo de los otros es mejor que lo que tenemos.

Sucede con Zaragoza y con tantas partes del territorio aragonés. Si levantar una grúa para construir un nuevo estadio de fútbol, las conocidas como catedrales del siglo XXI, nos ha costado más de 20 años; ¿qué no nos va a costar a esta ciudad noble y milenaria pero testaruda para seguir con los mismos complejos y una escasísima ambición?

Desde hace treinta años las ciudades son los motores de las sociedades. Lo comprobamos con la gran transformación urbana que propició el exalcalde Juan Alberto Belloch, a base de chequera y deuda, pero una ciudad nueva. La zona Expo, las riberas saneadas del Ebro, la línea del tranvía o los cinturones de la ciudad. Y Zaragoza sigue su rumbo.

Entre todos los grandes proyectos que la ciudad tiene encima de la mesa, el más aplaudido es la construcción de la nueva Romareda. El gran proyecto prometido de Jorge Azcón y que está asegurando la actual alcaldesa Natalia Chueca. Sin embargo, por mucho que les duela a los zaragocistas, la Romareda no es el maná. Ni mucho menos. Es todo un revulsivo de cara al exterior y más que necesario para levantar el autoestima deportivo, cultural y turístico de la ciudad. Y ojalá del Real Zaragoza. Pero no es el gran proyecto transformador.

La renaturalización de las ciudades debe ser el compromiso transformador de un primer edil del siglo XXI. Y en esa línea debe caminar Zaragoza. La gran reforma del cauce del río Huerva por Zaragoza, desde el histórico Parque Grande hasta su tramo ‘escondido’ en Gran Vía, será el cambio más abrupto y transgresor que viva la ciudad de Zaragoza en décadas.

Abrirá el abandonado río a la ciudad y hará que su cicatriz urbana vuelva a la vida. No sólo será de uso comunitario y ciudadano, sino que su planificación y diseño debería seguir los cánones de un río urbano al estilo de los canales de Amsterdam, del río Cheonggyecheon en Seúl o del madrileño río Manzanares. Darle vida y contraste con el resto de la ciudad. Ser un centro de todo: ocio, esparcimiento y disfrute.

Por ello, el proyecto de renaturalización del río Huerva a su paso por Zaragoza no es solo una ambiciosa propuesta urbanística; es un sueño verde que se está convirtiendo poco a poco en realidad. La iniciativa, que busca transformar radicalmente el entorno ribereño de este río históricamente relegado a segundo plano en el diseño de la ciudad, representa una oportunidad sin precedentes para reconciliar a Zaragoza con su patrimonio natural y fluvial.

La renaturalización del río Huerva es, por tanto, mucho más que un proyecto de urbanismo; es una declaración de principios hacia una Zaragoza más verde, más sostenible y más conectada con su entorno natural.

Este es el momento de demostrar que es posible una convivencia armónica entre la ciudad y la naturaleza, y que proyectos como este son el camino a seguir para construir las ciudades del futuro.